Diego era un hombre de gestos. En 1987, Silvio Berlusconi le ofreció un cheque en blanco y le puso un avión a Guillermo Coppola para que vayan a negociar a Milán. Le ofrecía, como mínimo, el doble de lo que ganaba en Napoli. Por entonces, cobraba alrededor de u$s5 millones. A día de hoy, sería 20 veces esa cifra, mucho más de lo que ganan Messi o Cristiano Ronaldo. Él provocaba todos los negocios.
A Berlusconi, finalmente, le dijeron que no. Pero pusieron una condición: la libertad de ser negociable en caso de ganar la Copa de la UEFA (actualmente la Europa League) y Corrado Ferlaino, presidente del club, le prometió que se la daría. Maradona, por entonces, tenía otra oferta de Bernard Tapie, cabeza del Olympique de Marsella.
Cuando Napoli ganó la copa, jugador y dirigente se fundieron en un abrazo. «Ahora me puedo ir al Olympique», le dijo Diego. «No, hay que cumplir el contrato», respondió Ferlaino.
Había una fuerza, una orden, un mando, un poder, que era superior a la voluntad de la dirigencia y mucho más que la decisión del jugador. Era la organización criminal conocida como la Camorra, vulgarmente conocida como la mafia.
La Camorra protegía a Diego porque les había dado gratuitamente su imagen para hacer merchandising en la calle. Fue lo que, en su momento, le costó a Jorge Cyterszpiler la representación del futbolista, ya que, luego de presentar un recurso ante la Justicia por uso indebido de la imagen, lo amenazaron y lo obligaron a dejar de trabajar con su amigo.
Había conseguido un scudetto, el equipo y la identidad, pero le negaban la posibilidad de aprovechar una oferta en el final de su carrera. Ahí, marcó su hastío. Dijo «basta». Pero entonces, pasaron dos cosas casuales y al mismo tiempo: salió sorteado el ’10’ en el control anti doping, algo que nunca había sucedido, y cayó una demanda de hacienda de Nápoles por una deuda que, supuestamente, ya estaba abonada.
Esa fue la despedida. Así terminó la historia de Diego.